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He de decir, antes que nada, que ni
soy soltera ni soy devota. Que mi soltería la perdí hace un poco menos de cinco
años y que mi fe en cualquiera-sea-el-dios se escapó un poco después de perder
mi virginidad… y que dicha fe se fue transformando por mi fe en encontrar el
hombre indicado.
He de declarar también que soy loca
y que, aunque no se me note, la maricada venía desde muy chiquito (incluso mucho antes de que supiera que este último diminutivo
se podía, a mi favor, muy bien utilizar y disfrutar). Y es que los síntomas
siempre fueron claros. No señores, no esos
síntomas clichesudos de preferir manipular el Ken de mi hermana antes de
salir a jugar fútbol con mis primos. Ese cliché no es universal, ya que conozco
a muchos futbolistas buenos mozos que nunca jugaron con muñecas, pero que adoran
retozarse con otros tipos igual de nalgones y piernones. Me refiero a que lo tenía claro, desde
cuando llegaba del colegio y encendía el televisor para ver Marimar con el único propósito de
deleitarme con el pecho velludo del “testosteronudo” Eduardo Capetillo. También hablo de ese otro
cliché de fantasear con el compañero de pupitre, esperando que no se entere de que
a ti te gusta mucho y de utilizar el mismo tipo de calzoncillos blancos
ajustados que él usa (y que le marcan el paquete magistralmente), porque es la
única manera de tener algo de él cerca de tu no-del-todo desarrollada
entrepierna. O ese otro de inventarte
novias que luego tienes que esconder en los vericuetos de las mentiras y de las
excusas, escribiendo falsas cartas o enviándolas a países lejanos, declarando
su trágica muerte por no haber soportado la distancia de un dramático amor
adolescente. Y bueno, está bien… también jugué con muñecas.
Pero como les digo, lo loca no se me
nota. A mí lo que me delata es la mirada braguetera. No soy un botapluma amante de las ombligueras y
del pasito quebrado. ¿Y si lo hubiera sido qué importaría? Fui durante mucho tiempo el prototipo del
marica nerd, ese que se escondía detrás de los libros y de Dios para evadir su
pulsión sexual. Durante otro tiempo llevé sobre mis hombros las características
de la marica puta, esa que de vez en cuando (de hecho, muchas veces en cuandos)
se iba a tirar a saunas y clubes de dudosa reputación y a levantar en
“cruising” porque así era más fácil hallar un polvo. Ahora cumplo con el
estereotipo del gay intelectual que, después de conocer las bondades del
gimnasio y de la camiseta apretada, levanta lo que nunca levantó cuando era
pollo: ese tipo de gay vanidoso que carga con la paradoja de no salir a la
calle para no enamorar a más gente y que de seguro habría querido salir del
clóset mucho más temprano para haber tenido aunque sea un noviecito colegial. Ese
gay churro-académico por el que las compañeras de trabajo exhalan un suspirado “lástima
que sea gay”. Y como uno es resultado de todo su pasado, de todo eso conservo con
mucho orgullo lo nerd, lo puta y, ahora, lo muy agraciado.
También declaro que no soy el gay
que acostumbra a ir a las marchas del
Día del Orgullo. Lo he hecho, he llevado la bandera multicolor en medio de la
multitud curiosa o morbosa, pero no es mi plan favorito. Y no es porque no esté
orgulloso de mi mismo, es porque a veces creo que eso es una especie de circo,
donde se reafirma lo freak como
espectáculo. Como si lo gay fuera el único sinónimo de colorido, como si no
hubiera homosexuales sombríos o como si en este mundo realmente alguien pudiera
ser “normal”. Considero que la pelea está en otros espacios: en el salón de
clases, por ejemplo, donde como profesor debes nombrar las cosas sin
ruborizarte y hacer de todo esto algo sin importancia, algo de lo que no hay
que armar escándalo. Porque ser gay no debería tener nada de raro,
no debería ser entendido como algo marginal ni enfermo ni tampoco
extraordinario. Es algo que ni siquiera deberías percatar, pues porque acá no
hay nada que te haga más o menos, nada que te haga bueno o malo. Ahora bien, lo que si llevo siempre es una
manilla de color morado-divino que me regaló un amigo militante. La manilla no
está a favor de la homosexualidad, sino en contra de la homofobia, porque
cualquier forma de discriminación sí es una soberbia enfermedad.
A mí que me discriminen por ser muy
bello, ¿Pero por ser gay? Si a nadie tiene que interesarle a quién meto en mi
cama, con quien tiro en la ducha o quien me echa un polvo en mitad de la sala.
A nadie le interesa (Excepto a los hombres con los que me he acostado y a los hombres
con los que me queda por acostarme) si soy pasivo, activo o rosca universal. A
nadie le interesa si aúllo, gimo, suspiro o si siempre pido más. A mí que me
discriminen por ser bello, pues porque el que discrimina no lo es tanto; porque
el que discrimina debería preocuparse más por la astilla en su ojo que por la
viga que por ahí les meten a los demás.
Ahora me encuentro casado más que cazado.
Y entiéndase casado como “Construyo un bello hogar con un marido y dos gatos”. Y
es un hogar que no tiene por qué molestarle a los demás. Siempre soñé con el
príncipe azul (bien latino, trigueño, de mi estatura, muy a lo Eduardo
Capetillo pero sin tanto pelo) y el destino me castigó con un príncipe rojo que
tiene un corazón proporcional a su estatura de casi dos metros, que aunque no
era mi tipo, superó todas mis expectativas del hombre indicado. No sé si sea el
hombre para toda la vida, pero en este momento sí quiero que así lo sea. Y si
no lo es para toda la vida, que sea bueno para los dos mientras dure. Porque
finalmente, lo importante es la felicidad, pues a este mundo se vino a todo,
menos a sufrir. Y eso es lo que deben entender los que discriminan.
Juan Fernando Cáceres J.
Artista Plástico
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